lunes, 27 de abril de 2020




LA LUCHA CONTRA EL CORONAVIRUS ES TAMBIÉN LA CLIMÁTICA

A las preguntas de qué haremos al acabar la cuarentena, que pasará con los puestos de trabajo o cómo será el mundo tras la crisis, se une otro gran interrogante: cómo afectará el coronavirus a la lucha contra el cambio climático, uno de los grandes desafíos de la humanidad y al que seguirá teniendo que hacer frente, con pandemia o sin ella. Y la respuesta va mucho más allá de la reducción de emisiones por la caída de producción y transporte.

Hace unos años, Google lanzó su herramienta de análisis Google Trends, que permite saber cuáles son las palabras más buscadas en los últimos meses o semanas, otorgándole a cada término un valor entre cero y cien. Hasta mediados de enero de este año, coronavirus se encontraba por debajo de uno. Hoy, ya hace semanas que alcanzó el cien. No es de extrañar: la pandemia ha resquebrajado los cimientos del Estado del Bienestar y, en países como España, ha precipitado la puesta en marcha de un paquete de medidas económicas urgentes para intentar paliar las consecuencias de una crisis que ya está afectando a los más vulnerables.

La irrupción del coronavirus ha reforzado aún más, si cabe, esa sensación de incertidumbre que caracteriza nuestra era. ¿Qué haremos cuando acabe el confinamiento? ¿Que pasará con los puestos de trabajo ahora en suspenso? ¿Cómo será el mundo que se alumbre tras la crisis? A todas estas preguntas se suma otro gran interrogante que –igual que las anteriores– carece todavía de respuesta: cómo afectará la pandemia a la lucha contra el cambio climático, uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos como humanidad y al que seguiremos teniendo que hacer frente tras la pandemia.

La relación entre coronavirus y cambio climático tiene implicaciones complejas que van mucho más allá del razonamiento lógico que dicta que, con la producción y el transporte también en cuarentena, las emisiones de gases de efecto invernadero se reducen. En efecto, lo hacen. Pero ¿conviene lanzar –inintencionadamente– ese mensaje velado de que una pandemia que provoca dolor, incertidumbre y miles de muertes es otro peaje en el camino hacia la salvación del planeta?

Biodiversidad, un escudo roto
En unos días en los que estamos constantemente pendientes de las redes sociales, en medio del proceloso mar de información que rodea al coronavirus se han filtrado mensajes positivos que demuestran que, dentro del caos, la naturaleza respira: hemos visto cómo el miedo salva a los animales salvajes del tráfico ilegal y cómo los canales de Venecia, vacíos de turistas, han recuperado unas aguas transparentes a las que ya han vuelto los peces –¡y hasta los delfines, dicen!–.

Esa naturaleza, dañada durante años por un modelo de producción y consumo desmedido, ahora parece abrirse camino al desacelerar las actividades económicas, dándonos algunas pistas del porqué de esta crisis sanitaria. Hace poco más de una década, los científicos alertaron de que la pérdida de biodiversidad sería un catalizador para la expansión mundial de virus y enfermedades infecciosas, ya que la variedad de animales y plantas actuaba como un escudo protector. Según las investigaciones de expertos de universidades de Princeton y Cornell y del Bard College (Nueva York), las especies más proclives a desaparecer son precisamente aquellas que amortiguan las enfermedades infecciosas. «Si se protege la biodiversidad, se puede reducir la incidencia de gérmenes patógenos establecidos», concluían los investigadores en un artículo publicado en la revista Nature en 2010. Hoy, según el primer informe sobre la situación de la biodiversidad global elaborado por la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), estamos en camino de perder una de cada ocho especies que habitan el planeta, o lo que es lo mismo, alrededor de un millón de especies (10 % de insectos y 25 % de otros animales y plantas) en las próximas décadas. Y el cambio climático que altera sus condiciones de vida es una de las principales razones.

«Conviene que entendamos bien la relación que hay entre cambio climático y coronavirus, que la hay. Todo está conectado y la degradación ambiental es un factor que nos resta defensas, que nos hace más vulnerables ante virus que acaban convirtiéndose en pandemia», explica Cristina Monge, politóloga y asesora ejecutiva de Ecodes, que remite a lo explicado por el biólogo Fernando Valladares en su último artículo en eldiario.es, en el que precisamente recuerda la estrecha relación entre ambos. «No solo la biodiversidad nos protege de los virus. Los ecosistemas estables y funcionales lo hacen en general y de múltiples formas. Pero la función protectora de los ecosistemas se está debilitando con el cambio climático», razona el científico en su texto.

Proteger la biodiversidad en el mundo que se configure tras la pandemia será clave para evitar que la situación se repita en un futuro aún incierto. «Lo que estamos viviendo no es un paréntesis de unas semanas. No volveremos a la calle y todo será igual: ahora mismo se está configurando una nueva sociedad. Debemos hacer un análisis de la situación y ser conscientes de que esa debilidad ambiental nos ha hecho más vulnerables. Si lo hacemos, la conclusión inmediata es que las nuevas sociedades tienen que basarse en la generación de un modelo más sostenible que a la vez nos haga más resilientes, que es aquel que nos hace más fuertes para evitar que se repitan pandemias como esta. Y eso pasa por repensar el modelo económico en clave de sostenibilidad», subraya Monge.

Sin tráfico (ni industria) no hay emisiones
Como era de esperar, el parón en la producción y transporte y las medidas restrictivas a las que ha forzado la crisis del coronavirus han mejorado la calidad del aire y han disminuido la contaminación, solo en España responsable de más de 10.000 muertes al año. Desde que comenzó el estado de alarma nuestro país, según los cálculos de Greenpeace, el tráfico rodado en las principales ciudades se ha reducido en un 60%. Teniendo en cuenta que el transporte es el máximo responsable de la polución urbana, sin ellos circulando, las emisiones han experimentado una bajada sin precedentes. Solo en Madrid, la semana pasada, los valores medios de dióxido de nitrógeno (NO2), uno de los gases más nocivos para la salud humana –y uno de los responsables de la subida de la temperatura de la atmósfera– no han llegado al 40% de los límites marcados por la OMS, algo que también ha sucedido de manera similar en Barcelona.

Las cifras ratifican una tendencia ya registrada en la mayor parte de los países afectados por la pandemia. Hace unas semanas, la NASA daba a conocer unas imágenes en las que se mostraba la caída de los niveles de NO2 en la región china de Wuhan y en las principales áreas económicas del país cuando entraron en vigor las férreas restricciones del Gobierno chino para frenar la expansión del coronavirus. Los datos del Instrumento de Vigilancia del Ozono (OMI) del satélite Aura de la NASA corroboraban así las mediciones recogidas por el Instrumento de Monitoreo Troposférico (TROPOMI) en el Satélite Sentinel-5 de la ESA. Desde la NASA confirman que la caída de las emisiones de manera tan acusada no es habitual y podría ser solo comparable a la que se produjo tras la recesión económica de 2008. Algo que, pese a ser objetivamente bueno para frenar el calentamiento global y cumplir los compromisos de limitar la subida de temperatura del planeta, es el peor de los augurios para los que sufrirán las consecuencias de una crisis que muchos vaticinan peor que la de entonces, sobre un músculo financiero que aún no estaba recuperado tras ella.

Detrás de los titulares que intentan ver el lado menos malo de una pandemia que se ha cobrado miles de vidas –contador que sigue subiendo según avanzan los días– se esconde un análisis más profundo que, probablemente, necesite años para poder verse en perspectiva. «Cómo salgamos de esta crisis dependerá de lo que hagamos ahora, de que seamos capaces de dar a conocer la relación que existe entre la calidad de los ecosistemas y la calidad de la vida humana en el planeta: necesitamos lo primero para ser más fuertes y más resilientes como sociedad. Si estamos escribiendo hoy lo que seremos en el futuro, es importante que este tipo de mensajes calen y que tengamos todo el conocimiento y toda la ciencia disponible para entenderlos mejor y para profundizar mejor», sostiene Monge.

La crisis sanitaria que vivimos y a la que hay que hacer frente con urgencia se entrecruza con una crisis ambiental de la que, afortunadamente, estamos cada vez más concienciados. Aunque la situación también deja paradojas caprichosas para quien está preocupado por ambas. Por ejemplo, tras el invierno más cálido del siglo XXI, la AEMET ha anunciado que existe una gran probabilidad de que tengamos una primavera más calurosa de lo normal. Las predicciones auguran que la temperatura media trimestral podría estar, al menos, medio grado por encima de lo normal. Se trata de una noticia preocupante para el planeta que, sin embargo, podría ayudar a combatir la pandemia –aunque el debate sobre ello está abierto, se espera que la incidencia del virus se minimice con el tiempo cálido–.

Con un último factor en forma de crisis económica llamando a la puerta, la moderada alegría por la caída de las emisiones deja poco margen para quienes estos días afirman que, para la Tierra, el ser humano es el problema. «Esos razonamientos se caen en seguida. La sostenibilidad siempre tiene tres patas: lo social, lo económico y lo ambiental. Por tanto, si tú eliminas la parte humana, la parte social, no puedes hablar de sostenibilidad», concluye Monge. Y con 25 millones de empleos en el aire –según cálculos de la OIT–, unas pérdidas económicas difícilmente calculables, miles de fallecidos y una tensión social creciente, reducir la crisis del coronavirus al bienestar del planeta por la caída de emisiones vuelve a dejar desprotegidos a quienes ya estaban en riesgo de quedarse atrás también en la lucha climática: los más vulnerables.

El futuro de la transición justa
Poco después de una COP25 que dejó más dudas que certezas, Europa anunciaba un gran Pacto Verde para reconciliar la economía con el planeta y caminar hacia un futuro más inclusivo, justo y mejor. Hace unas semanas, se materializaba en la presentación del primer borrador de la Ley Climática Europea, que pone el foco en conseguir un continente climáticamente neutro para 2050. Lograrlo y hacerlo de forma que nadie se quede atrás requerirá que a largo plazo, según los cálculos publicados por Bruselas, al menos el 25% del presupuesto de la UE se destine a la acción por el clima. Los mecanismos de transición justa también estaban previstos en la estrategia verde del Gobierno, que había anunciado un inminente empujón a la Ley de Cambio Climático – y que también ha quedado en el aire por el estado de alarma–.

«No creo que nos encontremos en una disyuntiva en la que haya que elegir entre el Green New Deal o el dinero para paliar la pandemia, entre la Ley de Cambio Climático y la Estrategia de Transición Justa o unos Presupuestos Generales del Estados centrados en ayudar a los más damnificados por ellos. Las políticas ambientales son aquellas que mejor garantizan que podemos salir fortalecidos de esta crisis y que van a construir una sociedad más resiliente a una posible futura pandemia. No es cuestión de dejarlo todo en suspenso porque ahora lo urgente es el coronavirus, sino de que seamos conscientes de que si ahora estamos ante una amenaza en buena medida porque hemos debilitado los ecosistemas que nos protegen y es el momento de fortalecer las herramientas que nos ayudan a generar modelos más sostenibles», reivindica Monge, partidaria de continuar con el compromiso en la lucha climática mostrado tanto por la Comisión Europea.

De hecho, casi doce años después de la quiebra del gigante financiero Lehman Brothers, la sociedad afronta el porvenir de manera muy diferente a como lo hicieron aquellos que se toparon de golpe con la crisis del 2008. Quizá, precisamente, por haber sufrido (y sobrevivido) a esa crisis de la que parecía que estábamos remontando, las preocupaciones y las inquietudes no son las mismas. En el transcurrir de esta década, la preocupación por el medio ambiente ha sido una de las mayores conquistas y, hoy, el calentamiento global es la mayor preocupación para el 67% de la población, según los resultados del último informe del Centro de Investigaciones Pew (Pew Research Center, PRC), que consultó a casi 30.000 personas en 26 países.

Por qué el coronavirus ha logrado despertar la conciencia global mucho más rápido que el cambio climático –cuando este último es un problema que se cobra, según las cifras de la OMS, más de cuatro millones de vidas al año–, es otra de las cuestiones que se han puesto estos días sobre la mesa de debate. Si el primero ha logrado en pocas semanas una extensión generalizada en cuanto a cambio de hábitos, consenso político y aceptación más o menos extendida de medidas extraordinarias como la presencia del ejército en la calle o las órdenes de permanecer en casa, la segunda parece que todavía tiene que justificar entre algunos sectores la importancia de cambiar nuestros hábitos de consumo, de reciclar o de reducir el consumo de carne para garantizar la sostenibilidad del planeta.

«Tiene que ver con que una crisis nos parece general y lejana, mientras que la otra es inmediata. Los seres humanos estamos menos dispuestos a modificar nuestro comportamiento cuanto más lejos nos parezcan las consecuencias de no hacerlo, desde el punto de vista del tiempo o del espacio. Esta diferente reacción nos está diciendo mucho acerca del tipo de sociedad que hemos construido, una sociedad que funciona a base de incentivos y presiones, que atiende a lo urgente, a lo que hace ruido y es más visible, pero no se entera de los cambios latentes y silenciosos, aunque puedan ser mucho más decisivos que los peligros inmediatos», resumía en un hilo de Twitter el filósofo Daniel Innerarity.

Más que por su impacto en una conciencia climática consolidada durante décadas, para Monge la irrupción del coronavirus debería preocuparnos por otros motivos. «Donde puede que exista un peligro, porque ya lo estamos viendo, es en el auge de discursos que de alguna forma alaban a los sistemas autoritarios como el chino hablando de una pretendida mayor eficacia contra la pandemia, diciendo que ellos la han sabido controlar mucho mejor. Si eso es así –si te fías de los datos dados por el Gobierno chino– es porque allí el gobierno ordena y manda, mientras que las democracias no tenemos herramientas para gestionar este tipo de crisis», explica la politóloga, que advierte del riesgo que supone reproducir un debate que se ha producido ya, por ejemplo, con la cuestión climática.

«¿Cómo se gestiona mejor la lucha contra el cambio climático, en sistemas autoritarios o democráticos? Aunque intuitivamente nos pueda parecer lo contrario, cuando hacemos evaluación de políticas públicas, nos damos cuenta de que aquellos países más eficaces en ello son precisamente aquellos países que tienen mayores criterios de calidad democrática. Cuando se reproduce ese debate y se habla de esa pretendida eficacia en cuanto al control del coronavirus se olvidan habitualmente todos los errores que los sistemas autoritarios han cometido desde que apareció el primer caso hasta hoy, que han sido muchos. Se olvida también el papel que juega la disciplina de la sociedad china, que no tiene que ver con una política autoritaria, sino con una disciplina social que se ve también en sistemas políticos democráticos y que también dan buen resultado», zanja.

Si ya vivíamos en la era de la incertidumbre, el presente que hoy caminamos todavía carece de adjetivos. «A lo que la oruga llama fin, el resto del mundo lo llama mariposa», decía Lao Tse hace milenios a ese lado del mundo al que hoy miramos con otros ojos. Y de nuestras decisiones dependerá construir un futuro sostenible en el que sus habitantes puedan ser capaces de resistir sus aleteos.

FUENTE: Guadalupe Bécares
https://ethic.es/2020/03/cambio-climatico-y-coronavirus-futuro-lucha-climatica/

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